Otro atentado yihadista marcó el inició de una nueva época en la Red, tras el fracaso estrepitoso de la ‘net economy’: el 11-S de 2001. Este suceso permitió a EE.UU identificar un enemigo (tras el fallido periodo de unipolaridad posterior al fin de la Guerra Fría) en el terrorismo islámico. Además, esto dio pie a una paranoia securitaria que, mediante la Patriot Act, justificó la implantación de sistemas de vigilancia e intercepción de los flujos comunicativos digitales a escala global. Se inició entonces otra locura, ya no empresarial-económica, si no gubernamental-política. La relativa al control y recolección de todos los datos que circulaban por el entorno digital. Esto fue posible gracias a todo el trabajo de expansión de las ‘autopistas de la información’ en la etapa previa y a que las empresas conservaban masas de información sobre los usuarios de sus servicios. Muchos años más tarde, en 2013, Edward Snowden revelaría el entramado de empresas que colaboraban con el Gobierno estadounidense cediéndole información sobre sus usuarios.
Así, desde comienzos del siglo XX se desarrolló un modelo de negocio que se enfocaba principalmente en la captura de la atención de los navegantes, en el que aún nos encontramos a día de hoy. Se comenzó a monitorear con mayor intensidad la actividad digital. La economía digital viró así hacia una industria de la interpretación de las conductas. En lugar de centrarse en el comercio electrónico, la economía digital se enfocó en recolectar masivamente los rastros de datos que los usuarios vamos dejando -inconscientemente la mayoría- mientras navegamos. Se empezaron a crear gigantescas bases de datos de información personal con alto valor comercial. Así, la economía del conocimiento (otro concepto pomposo como las autopistas de la información que se supone se refería a la capacidad de los usuarios para aportar creativamente y enriquecerse de esa inteligencia colectiva) básicamente consiste en conocer a los usuarios para poder endosarles la publicidad más precisa e incitarles así al consumo.
En la primera década del siglo XX, bajo este modelo surgió la web 2.0., un nuevo concepto de página web caracterizada por la interactividad, la colaboración y el diseño centrado en el usuario. Así se entiende mejor que al amparo de esta nueva tecnología y recuperando la retórica de las comunidades virtuales y los ciberforos de los 70 se crearan las -mal llamadas- redes sociales (más bien comerciales, privativas, etc). En este tipo de webs los usuarios no solo podían acceder a la información, es decir, consumirla, si no también producirla sencillamente (subir fotos, textos, vídeos, etc). Así emergió la figura del prosumidor. En ese momento aparecen en escena otros gigantes digitales como Youtube, Facebook y Twitter. Bajo la retórica de ser ‘medios sociales’ podían acumular enormes cantidades de datos con las que comerciar con las empresas que quisieran insertar su publicidad en estas plataformas. Además, la información no se reducía a los clics, si no que también revelaba gustos, opiniones, preferencias, etc. De este modo, la capacidad de perfilar los mensajes publicitarios se potenciaba exponencialmente.
Como es bien sabido, el ciclo de movilizaciones que va de la Primavera Árabe a los Occupy (Wall Street, London) pasando por el 15M puede ser hilado con el ciclo del 68 y guarda fuertes similitudes ideológicas y organizativas con los zapatistas y los altermundialistas. Hasta ahora venimos destacando el papel de Internet y las tecnologías digitales en este tipo de movimientos emancipatorios. En estos movimientos las tecnologías utilizadas principalmente fueron Facebook y Twitter, tanto para la comunicación como para la coordinación de las manifestaciones. Toca entonces hacer hincapié en la necesidad de restarle importancia a su papel. Fue un uso imprevisto para una herramienta que no estaba pensada para eso. Denominar a estas movilizaciones históricas ‘Revoluciones de Facebook y Twitter’ como a menudo se les ha llamado, es un error. En primer lugar, porque legitima a estas corporaciones, que así pueden jactarse del bien que hacen y lo positivas que son para el mundo. En segundo, porque coloca en segundo plano el elemento humano y colectivo, es decir, la voluntad de las personas de encontrarse para manifestar su malestar y encontrar soluciones a los problemas sociales, económicos y políticos, en común. En tercer lugar, provoca cierto conformismo pues se crea la tentación de pensar que por el simple hecho de hacer un clic, retuiteando, compartiendo, dándole a me gusta a una publicación, estamos siendo “revolucionarios” o, al menos, activistas. Esta tendencia es la que se conoce como “clicktivismo” o “slacktivismo” (activismo de sofá). En cuarto y último lugar, porque obvia el componente de mercantilización de las comunicaciones y de privatización del espacio en el que tiene lugar el debate público. En esta última encontramos una de las principales diferencias con el uso tecnopolítico de los altermundialistas con Indymedia: la propiedad de la infraestuctura.

Este ciclo es un ejemplo de utilización de plataformas como Facebook para convocar a una cantidad masiva de gente a la calle, para retomar el contacto físico y tomar (auto)conciencia de la potencia de los cuerpos cuando se juntan. Pero, a fin de cuentas, Twitter y Facebook no dejan de ser herramientas que están más al servicio del vigilante que del vigilado. Un ejemplo en el que se ve claramente es en la movilización social precursora de la Primavera Árabe. en 2009 en Irán (conocida por Revolución Verde o Primavera Persa). Twitter -cuyo origen está en un programa inventado por activistas estadounidenses para coordinar protestas mediante el teléfono móvil llamado TXTMob- por primera vez jugó un papel clave en una rebelión contra el poder establecido. Sin embargo, no hay que olvidar que Twitter no es neutral, si no que se trata de una empresa estadounidense. Jared Cohen, consejero de lucha anti-terrorista, especialista en Oriente Medio, para la Secretaría de Asuntos Exteriores del Gobierno de los Estados Unidos contactó a Twitter para que mantuviera operativo su servicio en Irán. Cohen fue fundador y director de Jigsaw, la incubadora de empresas propiedad de Google, y actualmente trabaja para Goldman Sachs, una de las empresas protagonistas en la crisis financiera de 2008.
Tanto para la recolección masiva y constante de datos como para la organización descentralizada de movilizaciones sociales hay un punto de inflexión en esta época que es la aparición del smartphone, concretamente del iPhone, en 2007. Así, estábamos conectados ininterrumpidamente. Fue el punto de partida para la emergencia de la economía de las aplicaciones. Esto permitió que fuera menos necesario saber programar y cualquiera con una ‘buena idea’ podía implementarla. Esta ‘democratización’ de las empresas en forma de start-ups tenía que pasar por el filtro de Apple y, mas tarde, de Google (mediante Android), lo que les ha dado un poder enorme sobre los servicios que utilizamos en el móvil.
Complementariamente a la acumulación de bases de datos masivas (Big Data) y la economía de las aplicaciones surgió otra tercera pata de esta industria tecnológica: la Inteligencia Artificial. Empresas como IBM empezaron a desarrollar sistemas de recolección y tratamiento de datos para interpretar en tiempo real determinadas situaciones y actuar en consecuencia, sugiriendo soluciones efectivas. Así se inaugura el período de administración algorítmica de la vida.
Actividad
¿Qué tantos datos tuyos crees que alimentan al Big Data?
Haz un breve ejercicio en https://myshadow.org/es/trace-my-shadow para conocer los rastros digitales que dejas en cada sesión y en cada dispositivo y deja tus impresiones en los comentarios.