Sobre la arena caliente del desierto yacía tranquilo el lagarto que buscaba con ahínco el peregrino…
Después de décadas divagando entre las áridas dunas, sin más líquido que el rocío de las gélidas madrugadas y el espinoso bocado de los cactus, el harapiento peregrino solo clamaba por ver los ojos de aquel mitológico reptil. Miles de kilómetros había recorrido desde su hogar, cruzando ríos dulces y salados, montañas de nieve y de fuego; atravesando bosques de árboles fluorescentes y praderas con conejos colosales. Solo portaba un pequeño macuto con varias mudas, un poema y un lápiz tan afilado que podía escribir con facilidad en la roca. Cada cinco días de camino iba dejando escritas en las piedras más duras uno de sus versos. A veces era solo una palabra, otras veces tantas que ocupaban toda una montaña. De guía le sirvieron la Luna y las estrellas, como a todos los viajeros que intentaron antes que él la búsqueda de aquel inmenso desierto, tan grande como un océano según decían los sabios del lugar:
“Detrás del telón rocoso del tepuy, cuarenta lunas enteras caminando por el cauce del río Cocito, hasta llegar a su depresión. Ahí, frente al cansado viajero se alzarán los pilares que abren el infinito desierto”.
En los bares de los pueblos que visitó durante su largo viaje antes de llegar a su destino, contó a los lugareños con todo lujo de detalle la leyenda de los ojos del lagarto. Nadie le entendía ni le prestaba la menor atención. Repetía exactamente las mismas palabras que los ancianos y ancianas le contaron. Con el calor del vino hablaba con devoto fervor de la magia de aquel sagrado animal, que en sus ojos escondía la llave de las Puertas de la Percepción. El Candado del Elíseo.
“La sangre de los pies, el abrasante calor, la sed áspera, el dolor punzante de los músculos, las crueles alucinaciones… no supondrán nada cuando se contemple en el reflejo azabache de los ojos del lagarto del desierto, centinela del saber, el jardín donde se siembra belleza, se poda la ética y se riega con verdad”.
Pero el problema, como dejó escrito el peregrino en sus últimas rocas, era distinguir el reflejo de su matriz. No saber nunca si lo que se ve a través de sus ojos es la verdad o aquel maravilloso vergel se desvanecerá en la luz del sol una vez se de la vuelta.
En este curso vamos a mirar de frente al lagarto. Vamos a colarnos por sus ojos como Alicia en la madriguera del conejo. Y buscaremos el jardín que cultivaremos con nuestras metáforas. Podaremos nuestras ideas para tener a nuestros árboles despiertos, creativos. Tallaremos en adamantium nuestras palabras y rezaremos a todos los dioses que nos vayamos imaginando por el camino. Porque la intención de matar a dios era crear otro un poco más humano.
Este curso nace con la intención de despertar el narcolépsico lápiz (bolígrafo, teclado, cincel) cuando se queda dormido en mitad del trabajo. Canciones, poemas, cuentos, relatos, novelas, oraciones… todo es bienvenido y estará bien hallado.